Silences and Mapuche territorial struggles as places of political and cultural significance
Malena Pell Richards

Resumen

Este artículo reflexiona sobre las etnografías caracterizadas por los silencios, reflejando un movimiento dialógico entre marcos teórico- metodológicos y una práctica etnográfica que considere su dimensión de producción cultural y política. Para ello, este se centra en los trabajos de memoria mapuche y usos oficiales del pasado que crearon las distintas interpretaciones históricas con respecto al “conflicto Chapelco”, que refiere a la disputa entre las comunidades mapuche de San Martín de los Andes y la provincia de Neuquén (Argentina), y los silenciamientos.

El objetivo ese entender por qué dichas memorias mapuche sobre lu- chas pasadas en defensa del territorio no encuentran un lugar en la historia reciente. Asimismo, se aborda el movimiento inverso, el no encontrar pa- labras para hablar de injusticias sin traicionar las experiencias mapuches del mundo, específicamente, sus relaciones con ese entorno que el turis- mo denomina naturaleza.

Palabras clave: memoria, silencios, ciudadanía.

Abstract

This article reflects on ethnographies of silences, reflecting a dialogic movement between theoretical and methodological frames and an ethnographical practice that considers its dimension of cultural and political production. The focus is on Mapuche memories, and official uses of the past that created different historical interpretations about the “Chapelco conflict” in San Martín de los Andes, Neuquén (Argentina) and silences.

The objective is to understand why those Mapuche memories about their past fights for their lands cannot find a place in recent history. This work also approaches the inverse movement, the impossibility to find words to speak about injustices without betraying the Mapuche experiences in the world and their relations with the environment that tourism calls nature.

Keywords: memory, silences, citizenship.

Introducción

El objetivo de este artículo es reflexionar en torno al potencial y, a la vez, a las dificultades con las que nos podemos enfrentar al emprender una etnografía caracterizada por los silencios. Para eso, se continúa con la propuesta de Leslie Dwyer (2009) de concebirlos yendo más allá de la presunción de que son espacios en blanco en el paisaje de la comunicación, para pensarlos como verdaderos lugares de significación cultural y política.

Se parte de considerar que es un dilema propio de la antropología social el vernos envueltos en situaciones donde “debemos disminuir la velocidad de nuestro razonamiento”, como nos recomienda De la Cade- na (2010) al retomar la propuesta de Stengers (2005), para no imponer nuestras lógicas sobre eventos o actores (humanos y no humanos) que no desean tener voz.

Aunque por momentos se referirán asuntos que competen a la práctica de etnografiar silencios, también se ha contemplado el carácter paradójico de este proceso. Comprenderlos puede tratarse, entre otras cosas, de mantenerlos y transmitirlos como tales, puesto que una etnografía com- prometida con una ética de investigación centrada en el respeto hacia saberes y dinámicas de los interlocutores evita referir a ciertos conflictos, respeta confidencialidades y deja de lado discursos y conocimientos, sea por pedido explícito de interlocutores o por decisión propia.

De esta forma, intentaré sumarme a la propuesta teórica y ética de Dwyer (2009) para repensar con ella las prácticas de los silenciamientos y entender así las formas por las cuales las personas hacen su historia, realizan sus trabajos de memoria y se adentran significativamente entre silencios y olvidos.

Este trabajo está organizado de una manera tal que pueda reflejar un movimiento dialógico entre ciertos marcos teóricos-metodológicos que surgen del enfoque de la antropología de la memoria, específicamente los centrados en los procesos de recuerdo y olvido a la luz de una lucha territorial y la propia práctica etnográfica en el campo.

Por ello, contextualizaré brevemente mi trayectoria trabajando y acompañando algunos procesos de lucha de comunidades mapuche en San Martín de los Andes, en la provincia de Neuquén, Argentina. Mi interés en este artículo es problematizar el interjuego entre los silencios y los nuevos lugares de enunciación de las personas mapuche en San Mar- tín de los Andes, y el modo por el cual históricamente vienen llevando a cabo la defensa de su territorio, contextualizando sus luchas según las posibilidades, y a veces limitaciones, ofrecidas por el paradigma de la interculturalidad.

De aquí surge la razón por la cual también este trabajo abordará cues- tiones referidas a las nuevas formas de participación ciudadana que ciertas comunidades mapuche de la zona están recreando e impugnando al intro- ducir categorías analíticas provenientes de sus marcos de interpretación.

Los silencios o prácticas de silenciamientos, entonces, serán enten- didos como productores de sentidos, como vehículos de transmisión de experiencias a través del tiempo y como arenas de disputa en las que se negocian interpretaciones del mundo en el día a día (Dwyer, 2009).

Comenzando por lo personal o existencial

El plano existencial de la investigación en etnología habla de las lecciones que debo extraer de mi propio caso. Es por esto que lo considero esencialmente globalizador e integrador: debe sintetizar la biografía con la teoría, y la práctica del mundo con la del oficio.

Da Matta

Antes de considerar mi actual tema de investigación efectivamente como tema, desde mi lugar como ciudadana del municipio intercultural estuve acompañando las demandas de las comunidades mapuche de San Martín de los Andes, las cuales se amparaban en ciertos principios difusos y en construcción acerca de cómo entender la “interculturalidad”. De esta forma, reconozco que mi inmersión posterior como etnógrafa en el campo se vio caracterizada por aquellas experiencias y compromisos previos. Me detendré en este punto.

Para ello, retomo las tres fases con las que el antropólogo brasilero Roberto Da Matta (1999) distingue el acontecer de una investigación antropológica. La etapa teórico-intelectual es la fase previa a la inmersión en el campo, en la cual la construcción de alteridad que recae sobre nues- tros futuros interlocutores se ve mediada por la práctica de la imaginación de otros: artículos, libros y ensayos.

La segunda etapa refiere a la práctica, esto es, a la producción de la especificidad de aquellas interacciones sociales definidas como campo y a la toma de decisiones pragmáticas acerca de cómo orientar esa investigación en curso. La tercera y última fase es aquella destacada en el epígrafe que da comienzo a este apartado: trabajar con las tensiones productivas entre teorías originadas en diferentes experiencias —el “estar allí” y el estudio en la universidad—, entre el extrañamiento de lo familiar y la familiarización de lo exótico (Da Matta, 1999).

Mi trayectoria como etnógrafa se vio signada por este último desafío, al ser habitante de ese municipio intercultural sobre el cual decidí centrar mis primeros análisis enfocados en entender las subjetivaciones políticas de las personas mapuche que lo transitan mientras también lo transito yo. Finalmente, rescato especialmente de las reflexiones de Da Matta (1999) su conclusión respecto a la antropología como un importante mecanismo de dislocación de nuestra propia subjetividad.

Y aquí es donde me identifico con su propuesta, pues cuando tomé la decisión de acompañar a las comunidades mapuche y de reflexionar con y desde sus proyectos políticos, me embarqué en la tarea constante de asimilar lo exótico y de exotizar lo familiar para producir conocimiento.

Como ciudadana de la localidad de San Martín, el llamado “acceso al campo” contó con una gran cantidad de beneficios como, por ejemplo, cierto grado de comodidad para establecer contactos y entablar relaciones, y un conocimiento práctico del sentido común local, fácilmente detectable en chistes, rumores o decires institucionalizados.

Pero, ante esta familiaridad, no solo he tenido que producir objetivaciones para la reflexión etnográfica (exotización); además, me enfrentaba con la disyuntiva respecto a trabajar analítica y teóricamente sobre temáticas donde la separación acostumbrada de “nosotros/otros” con la que sanmartinenses solíamos convivir se volvía difusa.

Esta última cuestión significó para mí un desafío a la hora de analizar desde una perspectiva antropológica las trabas enfrentadas por la comunidad mapuche para instalar sus proyectos en la ciudad. De este modo, comencé a preguntarme si esas imposibilidades de oír no estarían relacionadas con el hecho de que esos proyectos interpelaban la historia de todos y de todas las sanmartinenses e, incluso, nos invitaban a considerar sus problemas y conflictos, y cómo estos nos afectaban a todos los habitantes por igual.

Sin embargo, y por eso mismo, emprendí la tarea de familiarizarme con ciertos exotismos. Esto último estaba menos ligado a acortar distancias con las formas de vida de la comunidad mapuche del lugar y más orientado a hacer las paces con, en palabras de Da Matta (1999), el viaje chamánico (para adentro o para arriba) que mi propia subjetividad estaba enfrentando desde diferentes frentes.

El desafío consistió, entonces, en la difícil tarea de poner en contexto y de asimilar los comentarios de mi familia, amistades y conocidos que, de pronto, me resultaban exóticos, prejuiciosos y banalizadores. Como leyendo un libro de atrás hacia adelante, mi etnografía comenzó por la última fase de la investigación, según Da Matta (1999).

Esta particularidad tiñó mis formas de relacionarme con el marco teórico con el que he venido orientando mis preguntas e intentos de respuesta, y con la metodología; esta funcionó como puente para empezar a delinear las reflexiones. Desde mi lugar como cociudadana, entiendo que la producción de conocimiento antropológico adquiere una función crítica y al mismo tiempo política; mientras estoy llevando a cabo una etnografía, estoy realizando mi propia condición de ciudadanía (Cardoso de Oliveira, 1998; Jimeno, 2000). Esta particularidad también dio sentido al desdoblamiento productivo entre lo familiar y lo exótico, y entre los posicionamientos simultáneos en las teorías provenientes de los ámbitos de la academia y del activismo político.

Hasta encontrar las palabras

Si, en cambio, entendemos la especificidad social y política de las relaciones que dan nacimiento a los silencios […] no es seguro que, el romper el silencio, constituya una ruta segura hacia la liberación

Dwyer

Cuando las comunidades mapuches comenzaron a emprender algunos proyectos políticos desde y con una perspectiva intercultural, muchas de sus propuestas apostaron por la habilitación de lugares públicos de enunciación y reclamo que pudieran ser oídos en un marco de igualdad y respeto. Para ello, se comenzó a invitar a personas no mapuche a participar activa y comprometidamente en sus propios proyectos.

La cociudadanía fue mi primer acercamiento a los silencios, al ser identificada por mis interlocutores mapuche dentro de la categoría de “sanmartinense”, tanto ellos como yo presuponíamos marcos comunes de interpretación sobre las experiencias pasadas.

Muchos de los conflictos y problemáticas sobre los cuales deseaba indagar en profundidad constituían, para mis interlocutores, los implícitos y las lagunas del discurso con los que se entraman las poéticas locales y se monitorea el uso de una misma competencia comunicacional, pero, a contrapelo de estas expectativas, solamente escuchaba silencios: indicios de trayectorias diferentes y de diversos sentidos de pertenencia a un lugar.

En muchos de estos casos, se demostraba al menos mi falta de competencia y muchos de esos presupuestos no me eran conocidos.1 Esto iluminaba otra cuestión a tener en cuenta: a pesar de ser sanmartinense, mis propios recorridos y trayectorias en la ciudad tuvieron pocos pun- tos de encuentro con las personas mapuche, quienes, desde el año 1989, comenzaron a defender y explicitar sus diferencias en lo que respecta a modos de vida.

Fueron particulares las visiones antagónicas entre las concepciones mapuche de naturaleza y las de los otros ciudadanos de Neuquén —ma- yormente implicadas en la empresa Nieves de Chapelco—,2 que explotan los territorios mapuche ancestrales desde un modelo económico centrado en el turismo.

Durante los últimos 30 años, este tipo de explotación sobre los territorios ha tenido graves implicancias para las personas que habitan en los lof (comunidades) contiguos al centro de esquí. Aunque por momentos es- tos reclamos supieron tener mucha visibilidad, sus puntos de vista sobre

los eventos y sus sentidos acerca del conflicto siguieron permaneciendo ocultos para mí, como para muchos otros sanmartinenses, tras las expresiones interaccionales de supuesta complicidad; por ejemplo, “bueno… sos de acá… ya sabrás… como te acordarás”.

Ahora bien, esas evasiones no solo se relacionaban con la presuposición de que uno ya conocía los hechos, sino con genealogías del silencio más profundas (Dwyer, 2009). Mi investigación gira en torno al conflicto entre las comunidades y personas mapuche aledañas al cerro Chapelco,3 dónde se encuentra, desde finales del año 1960, el reconocido centro de esquí Chapelco.

Habiendo vivido en la ciudad de San Martín de los Andes por casi 20 años, me resulta un tema frecuente y usual, especialmente durante los meses de temporada invernal, la recurrencia de los desacuerdos entre las comunidades mapuche y de Neuquén. Desde que la provincia4 concesionó en 1980 el centro de esquí, estos conflictos escalaron los niveles de discusión política y pasaron a ser de público conocimiento a nivel regional.

Durante mi niñez y adolescencia fueron varias las veces en que me encontré de cerca con las formas en las cuales las comunidades visibilizaban sus luchas territoriales y sus demandas. Una de las estrategias más reconocidas fue la de los cortes de ruta en los accesos al centro de esquí (Balazote y Radovich, 2009).

Sin embargo, cuando recientemente empecé a interrogar a los referentes de esas demandas sobre aquellos acontecimientos o cuando compartimos encuentros en los que eran invitados a “hacer memoria”, me sorprendió la ausencia de relatos acerca de ese pasado de lucha. Los referentes elu- dían referirse a esos momentos de mayor visibilización de sus demandas frente al manejo del centro de esquí al comprender que muchas veces la explicitación de sus desacuerdos respecto a la explotación desmedida de la tierra revive los momentos de mayor emergencia e instalación de posturas, y dichos racistas respecto a las comunidades mapuche.

Gracias a este tipo de situaciones, comprendí cómo muchas veces mi localidad operó como una excusa para evitar rememorar y referirse a esas situaciones donde se extremó la discriminación hacia las personas mapuche, eludiendo así el actualizar de los estigmas que, hasta hoy en día, generan dolor.

Hasta aquí, iba sumando, como capas superpuestas, formaciones lo- cales de silencios. Por un lado, aquellos silenciamientos que se deben a la presuposición tácita respecto a mi conocimiento sobre ciertos temas debido a mi localidad respecto al lugar dónde hago trabajo de campo. Por otro, el silencio, cuyo objetivo es el de evitar actualizar los dichos racistas que surgen con mayor intensidad en los momentos de conflictividad.

En estas circunstancias, los silencios fueron la respuesta a un campo de fuerzas específico, en el cual los reclamos territoriales orientados a la restauración de la libre circulación de las personas mapuche en sus territorios ancestrales o la denuncia de estos paisajes debían enfrentarse al constante hostigamiento de otros ciudadanos, de funcionarios y autoridades políticas, quienes tildan esas demandas como “limitantes” del crecimiento y “obstáculos” al desarrollo turístico y económico del lugar.

Cuando inicié mi investigación, todo lo que rodeaba al conflicto Chapelco había devenido en silenciamientos. Pero, a finales de enero de 2017, para mi sorpresa, pude ser testigo de la puesta en uso de una novedosa categoría planteada desde los marcos de significación mapuche, la cual permitía repensar dicha problemática y, sobre todo, volver a hablar sobre el conflicto.

Este hecho ocurrió en el marco de una reunión que se llevó a cabo en el Concejo Deliberante5 de San Martin de los Andes, con el propósito de difundir la convocatoria a un encuentro organizado por los pueblos originarios y cuya agenda estaba centrada en el genocidio y la argentinización.

Esa fue la primera vez donde pude escuchar linealmente la historia del conflicto en un contexto habilitado especialmente para “hacer memoria”. En aquella oportunidad, me llamó la atención las maneras por las cuales algunos referentes “sacaban” sus recuerdos, de una forma muy diferente, casi opuesta, a las situaciones de silencio con las que me había encontrado en otras oportunidades.

Por lo tanto, en la siguiente reunión, y ateniéndose a la consigna alentada desde la organización del encuentro, uno de los asistentes propuso que, en el informe a presentar en el Foro de Pueblos Indígenas, se debía hacer lugar a diferentes concepciones sobre el genocidio. La motivación para pensar en este evento crítico sufrido por el pueblo mapuche en la zona finalmente dio lugar a una categoría con la que se pudo volver a iluminar política y discursivamente el conflicto entre el centro de esquí Chapelco y las comunidades mapuches.

Además, esto brindó la posibilidad para hacer foco en otra cuestión, a veces dejada de lado, al menos en el tratamiento del tema en los me- dios de comunicación locales: el deterioro territorial. De esta manera, la vinculación histórica de la explotación de las tierras mapuche con los intereses económicos, turísticos y empresariales ahora hacía foco en la impronta ambiental sin perder la especificidad de los marcos de referencia propios. Uno de los referentes del conflicto expresó:

El genocidio ambiental no puede negarse, es un genocidio al Wajmapu […] es una situación irreversible. El territorio está muy deteriorado […] y eso es lo que es el genocidio… al ser culpa de una empresa y de los gobiernos es algo que tenemos que denunciar (Notas de la reunión del 6 de febrero de 2017).

En mapuzungun, el idioma mapuche, Wajmapu o Wallmapu,6 según lo que me han explicado, refiere a la totalidad del territorio en toda su circularidad y es utilizada como una categoría de disputa territorial frente a los territorios de los Estados nacionales de Chile y Argentina.

Aunque el concepto suele referir a la extensión de tierra habitada ancestralmente por el pueblo mapuche —entre el océano atlántico y el pa- cífico— en este discurso refiere particularmente a la porción de territorio afectada en la explotación del cerro Chapelco a manos de las diferentes administraciones empresariales del centro de esquí. Entonces, es esa parcialidad del territorio, pero pensada como totalidad.

Esta acepción y utilización del concepto Wajmapu desafía nuestras nociones modernas y occidentales de la oposición naturaleza/cultura (La- tour, 1991). Sin profundizar demasiado en ello, para no extralimitarme del objetivo del texto, me tomo el atrevimiento de aclarar algunas cuestiones para brindar mayor contexto sobre el potencial político de esa referencia en mapuzungun —más allá de la obvia asociación: persona mapuche utilizando un término en su lengua originaria— y sobre la importancia de enunciar un posicionamiento desde marcos de interpretación propios.

Volviendo al relato, mientras que los referentes historizaban puntualizando en experiencias comunes y en eventos identificados como recordables —por ejemplo, cortes de rutas en fechas específicas o actividades colectivas—, a la vez actualizaban sentidos, afectos e interpretaciones que iban asociando con esos momentos.

Cuando los referentes mapuches introdujeron su propia perspectiva sobre dichos eventos —cuestión que casi nunca trascendía a los medios de comunicación—, se conformó un relato casi completamente paralelo. Un detrás de escena de la movilización que había quedado subterráneo para la memoria o historia colectiva de la ciudad y para mí era escucha- do por primera vez por muchos de nosotros en la forma de un relato no fragmentado.

En un ida y vuelta entre lo visible para algunos y para otros, se fue estructurando la trama narrativa en la que las experiencias de injusticia vividas como despojo territorial y deterioro de sus condiciones materiales y espirituales de vida encontraron una expresión habilitada en el lenguaje de un genocidio al Wajmapu.

Sin embargo, después de haber podido presenciar esta reelaboración, no volví a identificar otras situaciones en las que la categoría de genoci- dio con el agregado de la categoría en mapuzungun fuera utilizada. Fue cerca de junio de 2017 donde el campo, nuevamente, me enfrentó con estas ideas emergentes.

El silenciamiento

Meses antes del inicio de la temporada invernal 2017, comenzó a cobrar relevancia a nivel regional, y unos meses más tarde a nivel nacional, un conflicto territorial que, en los discursos más retomados en los medios de comunicación, se disputaba entre los siguientes actores: el gobierno de la provincia de Neuquén, la empresa Nieves de Chapelco y el bosque nativo de lenga.

Esto ocurrió cuando se dio a conocer que el gobierno de Neuquén había vendido a la empresa Nieves de Chapelco 140 hectáreas en la base del cerro al precio irrisorio de 8 000 pesos cada hectárea. El motivo del negocio era que los turistas debían ser recibidos con los estándares de un centro de esquí “de primera”; para cumplir con esto, se necesitaba emprender un megaproyecto inmobiliario acorde con esas exigencias internacionales.

La propuesta oficial consistió en reflotar un acuerdo realizado a mediados de 1980 entre la concesión del centro de esquí de ese entonces y el gobierno provincial. Este consistía en apoyo económico por parte del estado provincial bajo el compromiso de la empresa de garantizar —o al menos promover— 1 500 plazas de alojamiento en la base del cerro.

Quizás ha tomado por asombro al lector o a la lectora de este artículo el hecho que, líneas más arriba, distinguiese como uno de los actores

principales al bosque nativo de los árboles, llamados lengas. Este árbol es uno de los más representativos del zona andino-patagónica, y es en estos bosques donde suelen focalizarse las leyes de protección a nivel nacional y provincial (Ley 2.780, 2011; Ley 26.331, 2009).

Sin embargo, en la explicación de por qué no se había aprobado previamente el acuerdo del megaproyecto, el tema bosques nunca aparece como uno de los impedimentos; más bien, los recurrentes cambios en las concesiones o el déficit económico de cada temporada invernal conformaban las trabas identificadas por los funcionarios del gobierno provincial.

A esta dificultad de llevar adelante las negociaciones se sumaba el hecho de que, en los primeros años de la década del 2000, había estallado el “conflicto mapuche” en Chapelco. Esta disputa era referida en los me- dios y resonaba en el sentido común como una contienda —motivada por intereses económicos— entre dos comunidades mapuche que habitaban la zona.

Aun cuando existía un desacuerdo en torno a la delimitación de lotes de cada comunidad, el contexto de la contienda nunca fue comprendido desde el punto de vista de las comunidades mapuche. Los discursos dominantes construyeron el “conflicto mapuche” como una cuestión de dinero y mezquindad entre personas mapuche supuestamente deseando vivir del canon que la concesionaria del cerro debía pagarles por usufructuar sus tierras, en vez de “trabajar”.

De este modo, se instaló en el imaginario de la ciudad una idea sobre el conflicto y, en consecuencia, un estigma reforzado de sus litigantes como “personas vagas”. La historia sobre cómo fueron expropiadas las tierras a los indígenas y sobre cómo los estados hicieron violentamente usufructo de sus territorios nunca logró trascender al sentido común con el que se refiere habitualmente en San Martín al “conflicto mapuche” (Valverde, 2012).

Las perecederas justificaciones económicas y la ausencia de un “conflicto mapuche” legítimo parecían habilitar la reanudación de las negociaciones para vender los lotes de la base del cerro a los intereses privados. No obstante, en el invierno del 2017, emergió un nuevo conflicto que, identificado como “deforestación sobre el bosque de lenga”, provocó la agitación a nivel regional y nacional.

Los discursos de oposición a la edificación de ese megaproyecto inmobiliario empezaron a referir al bosque nativo, que debería ser protegido por las leyes 26.331 (2009) y 2.780 (2011), y dejaron de aludir a cuestiones o disputas con las comunidades mapuche del lugar. Sin embargo, hasta el momento no son muchas las experiencias superadoras de la di- visión naturaleza/cultura propia de la modernidad (Latour, 1991), como tampoco propiciamos alguna alternativa política de reconfiguración ontológica, como podría haber sido facilitar el camino para la participación política de agentes no humanos —en este caso, los árboles—.

Por esta razón, la provincia y la empresa Nieves de Chapelco encontraron un interlocutor legítimo para las negociaciones en el siguiente y nuevo actor que emerge para “hablar por” y “defender a”: La Asamblea Socio Ambiental de San Martín de los Andes. En el marco de un descontento social, la asamblea recuperó los reclamos que más indignaban a los vecinos de San Martín, y en este sentido administró el momento communitas (Turner, 1969).7

Bajo la premisa “devuelvan el cerro” se alcanzó, incluso, a nacionalizar el conflicto y a visibilizar la problemática, mostrando a un pueblo o aldea de montaña “superando la grieta” por una causa tan grande, remitiendo a la frase que se suele decir para explicar divisiones políticas entre argentinos y argentinas.

La asamblea organizó un “cabildo abierto en defensa del cerro” para informarse entre vecinos y debatir sobre lo que estaba ocurriendo desde hacía ya tres meses. La cantidad de personas que asistieron me sorprendió tanto a mí —que nunca había visto tanta gente reunida por un motivo “político o social” en San Martín de los Andes— como a los organizadores, obligados a sumar más sillas desde las aulas del secundario al gimnasio dónde estábamos.

Además de administrar el descontento de ese momento “a lo communitas”, la asamblea promovió la creación de una “comunidad textual”. Esto quiere decir lo siguiente: el reponer los fragmentos de las demandas sociales supo hacer coherencia y poner en palabras, en texto, aquello que estaba fraccionado entre diferentes actores de la ciudad, provocando una entextualización entre un gran grupo de personas, oponiéndose a aquellos que formaron una comunidad de silencios (Bauman y Briggs, 1990; Ramos, 2004).

Al hablar de entextualización (Bauman y Briggs 1990), me refiero a la creación o presuposición de textos “autónomos” (Ramos, 2004), que devienen textos extraíbles de sus contextos, permitiendo a la comunidad de hablantes con conocimiento sobre lo que dichos textos refieren, su re- petición y actualización. Esa entextualización se volvió la encarnación de la oposición al proyecto, el discurso autorizado y el lugar de enunciación más englobante.

Meses antes de que adquiriera tanta relevancia esta situación, durante el paréntesis entre las reuniones de verano donde había surgido la noción de genocidio del Wajmapu y la constitución de la asamblea, me encontraba indagando acerca de otras cuestiones que también remitían al tema ambiental, con la casualidad que algunos de mis interlocutores eran también los referentes históricos de la lucha por la defensa del territorio en la montaña Chapelco.

En el marco de estas frecuentes y sostenidas conversaciones, cuando llegó el invierno y la situación respecto al megaproyecto inmobiliario en el bosque nativo inundó nuestros contextos, uno de estos militantes mapuche decidió, inesperadamente para mí, compartir conmigo sus relatos del “conflicto mapuche con el centro de esquí”, desde sus inicios a fines de la década de 1980. Pero junto con esta apertura, también expresó su decisión actual de no hacerlos públicos.

Este momento se me presentó como una paradoja, esto es porque, des- de mi perspectiva, era un contexto ideal “para hablar”, dada la masividad creciente de la adhesión social en defensa del bosque. En este otro encuentro con el silencio no supe comprender los sentidos detrás del callar como tampoco ponderé la importancia de dicha decisión para quienes, en ese momento, eran mis interlocutores.

Así fue que, al terminar la conversación, me despedí como de costumbre y agregué: “Bueno, ya saben, si hay algo que pueda hacer para… no sé… ayudar a visibilizar esto, me avisan”. Mientras asentían con la cabeza y me sonreían sin decir nada, tomé consciencia de mi limitación para comprender en profundidad sus explicaciones respecto a su decisión de llamarse al silencio. Incluso reconocí posteriormente dicha falta de comprensión asociada a que yo también había cedido ante la legitimación de la asamblea como único referente del conflicto, sin pensar en quienes han vivido en ese territorio de bosques.

Además, como gran parte de los participantes de la asamblea, creía que los reclamos mapuches estaban siendo representados por la promulgación de las comunidades mapuche en contra del proyecto; pero, en realidad, se estaba invisibilizando otras trayectorias históricas, otras experiencias de cohabitación con el cerro y otras formas de reaccionar ante los hechos.

En esta misma línea de naturalizaciones se encontraba mi confusión respecto a las implicancias del compromiso militante de la tarea investigativa. En ese entonces, me motivaba el hecho de ayudar a hablar sobre lo que no se hablaba y a denunciar las prácticas oficiales del instaurar como habitual el desoír, y de considerar al enunciar como las únicas vías para el empoderamiento.

Mientras iba acomodándome a la idea de no poder hablar o escribir sobre lo narrado —porque la decisión era no hacerlo público—, iba encontrando cada vez más paradójico el hecho de llamarse al silencio en un contexto nacional y local supuestamente favorable para instalar el reclamo mapuche.

La actualidad distaba mucho de lo ocurrido al inicio de la lucha mapuche por su territorio en el cerro Chapelco a fines de 1980. Exactamente, referentes mapuches recuerdan que en el año 1989 iniciaron los conflictos territoriales por la contaminación y el uso de la montaña donde se desarrollaban las actividades invernales del centro de esquí Chapelco.

En esas rememoraciones, agregaban también, que en aquellos años no existían posibilidades de ampararse en legislaciones indigenistas, ya sean provinciales, nacionales o internacionales que bregaran por sus derechos diferenciales y sirvieran de sustento legal para sus demandas; no había en ninguna esfera estatal una apuesta por la interculturalidad.

Aquel contexto imposibilitaba el acceder a las comunidades mapuche a espacios de diálogo institucionales, enmarcados en el consenso político y legitimados estatalmente. ¿Por qué, entonces, hace 30 años antes fue factible para las comunidades mapuche de San Martín de los Andes visibilizar sus demandas y hablar sobre sus conflictos? ¿Por qué en el contexto actual de reconocimiento legal y estatal hacia el indígena los integrantes de estas comunidades evalúan la inexistencia de apertura y respeto hacia “lo mapuche”? Así fue que, encontrándome nuevamente con el conflicto del cerro Chapelco, se repetían también los silenciamientos.

Encuadramiento de las no enunciaciones

En relación con lo expresado hasta aquí, considero necesario hacer énfasis en el contexto que imposibilitó el trascender de las históricas demandas mapuche, el cual finalmente produjo el silenciamiento. En un primer momento, parecía que las condiciones contextuales estaban dadas para que sus reclamos fueran audibles, principalmente porque la asamblea había logrado reunir audiencia.

Además, la categoría de “genocidio ambiental” que había sido esgrimida unos meses atrás por los mismos mapuches para referir los daños provocados en el Wallmapu o territorio mapuche, a grandes rasgos, no distaba de las demandas ambientales. Sin embargo, en el momento de mayor visibilización de la problemática ambiental, las comunidades mapuches evaluaron negativamente al momento, considerando como di- ficultoso al contexto social actual para narrar lo sucedido en el pasado y para denunciar las injusticias del presente.

Los mapuches con quienes conversé sobre estas paradojas celebraban el protagonismo del bosque nativo de lengas, su devenir como actor principal en el conflicto, pero eran conscientes sobre los encuadres he- gemónicos (Pollak, 2006) del pasado y como estos aseguraban que sus denuncias fueran mal interpretadas o no fueran oídas. En consecuencia, ni el bosque de lenga ni el pueblo mapuche podían ser actores y enuncia- dores políticos legítimos.

Los saberes políticos y ambientales de las comunidades mapuche habían pasado, hace varios años, a memorias subterráneas sin posibilidad de irrumpir —a costa de traicionar sus principios fundamentales— a la superficie de la política local. Con estas ideas en mente, en este apartado me centro en la producción de los encuadres hegemónicos y sus ausencias, para entender un poco mejor por qué ciertas memorias del estar en lucha se desplazaron al mundo subterráneo y crearon silencio. Comenzaré analizando la presupuesta posibilidad de enunciarse desde “lo ambiental”.

La historia de San Martín de los Andes y de la región de los alrededores está estrechamente relacionada con la administración de Parques Nacionales. Hoy en día, el discurso oficial de esta institución plantea, desde el marco legal de la interculturalidad, que las comunidades originarias se alineen con los objetivos de conservación del parque para preservar la “diversidad biológica y cultural”.

Esta misma idea de conservación ha venido siendo la línea predominante del discurso turístico autorizado. La administración estatal de Parques Nacionales, los intereses turísticos económicos y la noción oficial de interculturalidad han configurado los escenarios locales de la política. Aun con tensiones, la idea de conservación no solo se fue consolidando como significante de articulación política, sino que, además, ha ido fijando nociones de naturaleza, reclamos mapuche legítimos y lenguajes autorizados de contienda.

En principio, la agencia mapuche respecto a la conservación del territorio no entraría en conflicto con las premisas del turismo ni con los fundamentos de Parques Nacionales. Sin embargo, son casi nulas las ve- ces que las comunidades mapuches son nombradas en la planificación y promoción del turismo en la región, sin contar las escasas referencias a su aporte como un atributo decorativo a los caminos y senderos turísticos.

Estos deslindes de “adentros” y “afueras” no son una cuestión menor porque el turismo —materializado en discursos, texturas en el paisaje y comportamientos valorados— es un gran promotor de moralidades que devienen en criterios deseables y esperables de subjetivación para los habitantes sanmartinenses.

Las implicancias del turismo para la subjetividad de las personas mapuche podrían ser expuestas en tres de sus efectos principales. En primer lugar, las pocas veces en las cuales oficialmente se ha alentado y orientado a las comunidades mapuche para alinear sus demandas de desarrollo económico y participación ciudadana a los intereses turísticos se ha he- cho a través de políticas públicas.

Los propósitos de estas políticas eran, por un lado, amoldar las economías indígenas a los parámetros de esta industria y la participación mapuche a la lógica de “hacer proyectos”, y, por el otro, obtener un plus- valor de la exotización y mercantilización de la cultura. En el marco de estas políticas, mucho más escasas fueron las posibilidades de sugerir proyectos orientados al turismo en los que los puntos a poner en relieve y los términos de “la oferta” sean definidos por las mismas comunidades mapuche.

En segundo lugar, y a pesar de lo antedicho, los efectos moralizado- res de la industria turística no dejan de condicionar las subjetivaciones políticas y afectivas de los mapuches. Las trayectorias de las personas mapuche en el espacio urbano están estructuradas, en gran medida, por los discursos turísticos que las han venido interpelando de forma directa a exponer su cultura como mercancía o, de modos más indirectos, a cultivar y respetar protocolos, idearios y comportamientos con los que se sostiene esta industria en la ciudad. Para el mapuche, como para el resto de la ciudadanía sanmartinense, el turismo puede ser el principal sustento económico.

En tercer lugar, el discurso ligado a esta actividad económica ha producido verdades y organizado las experiencias sensibles del mundo en el que mapuche y no mapuche deben vivir sus vidas, al definir naturaleza, paisaje, formas de habitar, cultura o conservación. En la medida en que “lo mapuche” se objetiva como valor de cambio o como aporte decorativo de otras mercancías con valor de cambio como “la naturaleza” o “el paisaje”, la historia más conflictiva de este pueblo con el Estado se va borroneando, hasta casi desaparecer por completo.

Es necesario recordar que, con el paso del tiempo, se han refinado las habilidades hegemónicas —puestas en juego tanto en prácticas cotidianas e informales como en actos oficiales y lugares institucionales— para seleccionar ciertas experiencias del pasado, inventar tradiciones conmemorativas y negar las trayectorias históricas del pueblo mapuche.

En el marco de este contexto de desigualdad, son muchos los recuerdos que han surgido como “otros periféricos” con respecto a las historias hegemónicas, en particular respecto a los conflictos territoriales. Esto ocurre porque los procesos hegemónicos imponen asimetrías, sentidos e interpretaciones posibles del pasado (Pollak, 2006), llevando a los sectores subalternos a silenciamientos, desvalorizaciones y ocultamientos (Fanon, 1970; Hall, 1996). Sin embargo, estos procesos hegemónicos no dominan de forma total y exclusiva, y por ende continuamente se ven amenazados, resistidos y desafiados (Williams, 1997).

En las últimas décadas, el movimiento mapuche ha estado exigiendo revisar la historia y las supuestas verdades con las que se impusieron ciertos eventos como “lo que ocurrió en el pasado”, y también ha empezado a desafiar las mismas hegemonías epistémicas y ontológicas por las cuales esas verdades fueron impuestas.

Si el discurso turístico ha colaborado en consolidar ese orden, esto es, en organizar de una única forma las experiencias del mundo y en negar la existencia de aquellas otras que promueven otros modos de habitar (De la Cadena, 2015), la lucha mapuche debe necesariamente encarar esa desigual distribución cultural. Con ello, se podrán definir los conflictos y enunciar sus reclamos desde marcos de interpretación epistémicos, ontológicos e ideológicos, cuyo potencial político heredado reside en que pueden exceder y desafiar la normativización de la política moderno- occidental (Blaser, 2013; Briones y Ramos, 2005; De la Cadena, 2009, 2015; Latour, 1991).

Por eso, aunque a veces logren enunciarse las memorias subterráneas, esas emergencias de los recuerdos “otros” no logran trascender más allá de una circulación limitada. Para ser oídas, las memorias mapuches deben también actualizar percepciones epistémicas, ontológicas e ideológicas,

cuyas gramáticas son aún incomprensibles —tachadas como supersticio- nes, creencias, exotismos, folclor, leyendas, mitos o falsos testimonios—, incluso para un tipo de discurso como el turístico, basado en ideas de medio ambiente, conservación y biodiversidad.

En ese ir y venir entre historias oficiales, actos conmemorativos de la ciudad, actividades turísticas, discursos publicitarios del turismo y desplazamientos de otras memorias y saberes al mundo subterráneo del fragmento, se fue armando el encuadramiento hegemónico con el que se organizan tan- to las experiencias pasadas como las presentes, se delinea la transmisión de recuerdos y saberes, y se producen silencios (Pollak, 2006).

A partir de estas tres implicancias del discurso turístico, entendemos por qué las memorias y recuerdos mapuche sobre luchas pasadas por la defensa de su territorio no encuentran un lugar dentro de la memoria histórica reciente y colectiva de San Martín de los Andes. Los silencios de los referentes mapuche con quienes he conversado estos años tienen sus propias genealogías, y para entenderlos es necesario reconstruir los procesos locales de poder, productores de dichos silencios. Pero, al mis- mo tiempo, son producciones políticas de los mismos agentes mapuche, es decir, instalaciones estratégicas y moradas de apego (Ramos, 2016).

Tal como Dwyer (2009) comenta lo sucedido en Bali, respecto al silencio sobre las historias del genocidio en la isla, es central el rol del turismo en la identificación de experiencias decibles o calladas. Siguiendo a esta autora, además de habilitar la concreción de ciertos proyectos económicamente estables para las comunidades mapuche, el turismo es una salida airosa para evitar algunas estigmatizaciones sobre las personas mapuche (Dwyer, 2009).

Como veíamos más arriba, cuando las comunidades decidieron movilizarse frente a las avanzadas sufridas en su territorio,8 específicamente en Chapelco, sus acciones fueron descritas, por una mayoría de la población, como contrapuestas a los intereses generales de la ciudad, los cuales giran en torno al desarrollo turístico.

Además de la acostumbrada frase “palos en la rueda”, las personas mapuche han convivido con las estigmatizaciones racistas que los acusan de ser “vagos”, de que “no quieren trabajar, desean vivir de planes”,9 o de ser “ignorantes al no saber explotar la tierra”. En definitiva, estos decires prejuiciosos y descalificadores se asociaban con el siguiente argumento: el único motivo de su supuesto “no progreso económico” se debe a que “no quieren progresar”.

Pronunciarse en contra del turismo implica, para las personas mapuche, el recrudecimiento de esos estigmas dolorosos; es exponer a las nuevas generaciones a lo ya vivido y transitado en el pasado por las personas mayores. Ello va más allá de un costo político que impide tender redes sólidas para llevar adelante sus proyectos económicos y sociales dentro de la misma industria del turismo de la que forman parte; incluso excede la discriminación y el lugar social asignado como los enemigos internos, limitantes del progreso turístico y económico sanmartinense.

Las consecuencias calan aún más profundo. Se trata de evitar el dolor, la exclusión, el sufrimiento y el estigma actuando en la moral del turismo, basada en las relaciones armoniosas, en la conservación de la naturaleza, en el ideal de un indio guardián de la cultura (espiritualidad, lengua y artesanías) y del medio ambiente.

No obstante, también se trata del movimiento inverso, es decir, de no encontrar las palabras para hablar de las injusticias y para definir los conflictos sin traicionar las experiencias mapuches del mundo; específicamente, sus relaciones con ese entorno que el turismo denomina naturaleza. El silencio evita la banalización, la folclorización y la mercantilización de lo que aún no tiene lenguaje y vocabulario en el ámbito de la política.

Por último, y siguiendo con lo planteado previamente, al comenzar a hacer una genealogía del silencio y recuperando las formas en como hegemónicamente se encuadran los trabajos de memoria colectivos, que impactan en la subjetividad de las personas mapuche, entendemos el motivo que provocó el devenir en silencio (Dwyer, 2009).

Es posible, entonces, dar cuenta de la dificultad con la que las memorias mapuches se enfrentan a la hora de ser enunciadas y las consecuencias de oponerse a un modelo económico —el del turismo— en la vida cotidiana de las personas mapuche. Será motivo del apartado siguiente profundizar metodológicamente algunos de los desafíos propuestos por una etnografía sobre los silencios. Al mismo tiempo, intentaré reconstruir mi recorrido y propuesta desde una antropología o investigación comprometida, en este contexto de no hablar.

Reflexiones finales: entre lo que se dice y lo que no

En un primer momento de mi investigación, mis preguntas se orientaron a la contrahistoria, desde donde sería posible identificar nuevas metodologías o categorías menos etnocéntricas. Desde este ángulo, etnografiar silencios consiste en reconocer, en los relatos históricos de la memoria mapuche, aquellas expresiones que, sin palabras, significaron socioculturalmente procesos sociales y eventos negados por los relatos históricos dominantes.

La pregunta sería: ¿Por qué estas memorias son relegadas a las sombras de los relatos oficiales? Desde nuestro parecer, entendemos que los trabajos de memoria de las personas mapuche son siempre memorias sub- alternizadas respecto a los relatos y prácticas que actualizan al pasado, con desigual posibilidad de fijar sentidos propios en los marcos hegemónicos, como se vio en este caso (Sider, 1997).

Por ello, cuando fui interpelada por mis interlocutores para no poner en palabras su silencio, me vi en la necesidad de repensar mis preguntas de investigación y desplazarme del lugar de “hablar por y con los otros” o de completar con discurso lo silenciado. Es entonces cuando entendí el desafío implícito en la propuesta de Leslie Dwyer (2009) de comprometerse en serio con una etnografía sobre la producción de silencios.

Trabajar con las políticas del silencio implicó enmarcar metodológicamente las preguntas de modo que pudieran romper o transcender los binarismos recuerdo-olvido o discurso-silencios y adentrarse hacia ese

proceso complejo y políticamente tenso de producción de silencios (Dw- yer, 2009). Antes de avanzar sobre este punto quiero hacer mención a otra de las relaciones que se ponen en juego dentro del campo de los estudios de memoria: aquella entre las reflexiones sobre el pasado y la construcción de ciudadanía.

La construcción de ciudadanía implica tanto la inscripción en proyectos políticos de participación e inclusión como trabajos colectivos de memoria. Estas subjetivaciones políticas adquieren características particulares cuando se correlacionan con las trayectorias de grupos cuyos sentidos de pertenencia compartidos son el resultado de diferentes procesos de exclusión, subalternización y alterización (Ramos, 2016).

Entonces, cuando pensamos desde y con personas que han atravesado históricamente dichos procesos de subordinación, signados por la discriminación y la violencia, nos encontramos frente al desafío de repensar las nociones y categorías tradicionales con las que solemos referir a lo político, la justicia y la cultura. Por eso, la memoria, siguiendo la línea planteada por el Popular Memory Group (1982), se vuelve simultánea- mente una dimensión de la práctica política y un objeto de reflexión.

Espero poder compartir mis primeras reflexiones respecto a otras for- mas de ejercer y restaurar ciudadanía política de los grupos mapuche de San Martín de los Andes desde estas dos expresiones casi completamente contrapuestas del mismo evento: la emergencia de la categoría “genocidio de Wajmapu” y, al mismo tiempo, la decisión de no hablar respecto a ello.

Primero, comenzaré con el análisis de lo que se enuncia por medio de la categoría genocidio del Wajmapu. Reconozco ese momento como uno en el cual se dio la posibilidad de ampliar, o más bien, especializar, la categoría de genocidio. De todos modos, lo que aquí es relevante es la oportunidad de volver discurso no solo el genocidio, sino también las experiencias de habitar el territorio después de un genocidio.10

Al mismo tiempo, con estas resignificaciones locales, se dieron las condiciones para pensar otras formas de recomponer y crear lazos que permitan, a su vez, otro tipo de inserción a la comunidad política. Para ello, me baso en las propuestas de Jimeno (2007), quien considera que la forma de recomponer la ciudadanía política, luego de haber atravesado experiencias de sufrimiento y violencia, perpetradas por los estados, es produciendo lenguajes comunes para expresar políticamente las emociones de dolor, impotencia y enojo, puesto que el lenguaje juega un rol constitutivo en los procesos sociales de reconstrucción (Jimeno, 2007).

Tomo, entonces, a la categoría de genocidio ambiental/del Wajmapu como aquella por la cual se iluminan los relatos en los cuales, y a tra- vés de ella, se pueden comunicar las experiencias, creando de esta forma una “comunidad emocional” (Jimeno, 2007). A través del ejercicio de poner en discurso experiencias de violencia, de exclusión, de estigma y de discriminación, lo emocional revela los sentidos situados de aquellas experiencias, los regímenes de historicidad heredados (sus propias lecturas de ese pasado) y las motivaciones similares que los fueron llevando a querer compartir esos relatos.

En breve, podemos identificar en esta situación la posibilidad de abordar tanto el fluir como la convergencia de experiencias y situaciones específicas y resultantes de un proceso de subalternización y alterización. Por consiguiente, esto nos permite echar luz en las formas en las que se van actualizando y disputando espacios políticos con una fuerte impronta afectiva.

Pero, en esos procesos, una categoría como genocidio ambiental puede habilitar relatos testimoniales constitutivos de lazos políticos y afectivos, y, simultáneamente, devenir objeto de reflexión política. En esta última dirección, quienes fueron acuñando la categoría también fueron evaluando sus alcances y limitaciones en el marco conflictivo de los lenguajes disponibles.

Esto nos lleva a considerar lo que Rivera-Cusicanqui (2010) nos re- cuerda en su texto Ch’ixinakax utxiwa: una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores, cuando argumenta que las palabras en un

contexto poscolonial se convierten en un registro ficcional que, plagado de eufemismos, se distancia de la realidad (2010). Aunque específicamente la autora refiere a “la retórica de la igualdad y la ciudadanía” (Rivera-Cusicanqui, 2010), considero que podríamos prevenir la creación de una igualmente eufemística “retórica del genocidio”.

Al ir adquiriendo un lugar relevante en los discursos públicos, la no- ción de genocidio corre el riesgo, como señala Rivera-Cusicanqui (2010), de operar en esa retórica, en la cual algunos discursos se convirtieron en formas de no decir. Por ello, considero que, en cierto punto, la categoría genocidio del Wajmapu fue considerada por los mismos mapuches como “en riesgo” (Sahlins, 1997).

Ellos explicaron que conforme avancen las posibilidades de compartir esas experiencias con otras y con otros, también está la posibilidad de ser apropiadas por una multiplicidad de actores, y estos podrían volverlas parte de aquella retórica de la igualdad señalada por Rivera-Cusicanqui (2010).

De aquí deriva el considerar a la categoría de genocidio del Wajmapu como en riesgo. Mientras se incrementen las posibilidades de compartir esas experiencias con otros, también existe la posibilidad de que sean apropiadas por una multiplicidad de actores, incluso bien intencionados. Algunos de estos aun operan con nociones de sentido común y estas encierran privilegios políticos y culturales. Este riesgo es parte de la re- flexión de las personas mapuche y a sus conclusiones alcanzadas durante el invierno pasado; finalmente, esto los llevó a tomar la decisión de optar por el silencio.

En el transcurso de mi trabajo etnográfico me encontré ante la imposibilidad de poder dar cuenta sobre un conflicto —mucho más amplio en escala temporal, pero con implicancias en distintos niveles de la vida cotidiana de las personas afectadas— porque mis interlocutores me pidieron que no hablara de ello.

Sin embargo, ello me motivó a cambiar las preguntas de mi investigación y continuar, así, trabajando sobre los materiales producidos en el campo designados como “de público conocimiento”, es decir, sobre lo trascendido en los medios de comunicación. Políticamente, entendí la importancia de reproducir como silencio aquello que no deseaban enunciar, pero también fui comprendiendo el aporte de estas decisiones para las teorías antropológicas. La cuestión pasaba a ser la siguiente: aceptando la decisión de mis interlocutores, debía pensar mi rol como etnógrafa más allá del acostumbrado ejercicio de dar a conocer lo que no se sabe.

Para ello, tomé la perspectiva de Leslie Dwyer (2009) sobre los silencios, como espacios de significación política y cultural, con sus propias y complejas genealogías. Dwyer (2009) explica cómo, desde el imaginario y el sentido común, se entiende como más útil el trabajar con presencias en vez de con ausencias para dar cuenta acerca de ocurrido.

Entonces, el emprender una etnografía sobre los silencios no es un asunto meramente metodológico, es también un aporte significativo tanto en lo teórico como en lo ético (Dwyer, 2009). Los silenciamientos, entonces, fueron entendidos como productores de sentidos, como vehículos de transmisión de experiencias a través del tiempo y como arenas de disputa en las que se negocian interpretaciones del mundo en el día a día (Dwyer, 2009).

Al historizar los silencios, el foco se traslada a la agencia detrás de la decisión de no hablar. Pero, para poder redireccionar ese foco en mi investigación, primero debí deconstruir mis propias ideas respecto a lo que implica “hacer silencio” y “no hablar”. Fue necesario explicitar mis prejuicios ante el silenciamiento, para dejar de equiparlo con la decisión de hacer nada respecto a las injusticias vividas.

En esa equivalencia estaba presuponiendo una concepción del silencio como vacío de significación —como nada—, que me impedía ver con mayor amplitud el entramado del conflicto y la historia de cómo fueron confluyendo en él experiencias de imposición y de sujeción, así como trayectorias y saberes de empoderamiento y de lucha. No fue automático el movimiento que me permitió reconocer que ese nada realmente era un todo.

Para ello, combiné la propuesta de Dywer (2009) con la de Pollak (2006) para identificar las tensiones entre la intención de los mapuches de actuar a través de los silencios y los encuadramientos hegemónicos de la memoria, que imposibilitaron la enunciación de las experiencias del pasado significativas para las comunidades indígenas de San Martín de los Andes.

Con este fin, me he centrado en un escenario político espacial y tempo- ralmente específico: los trabajos de memoria mapuche y los usos oficiales del pasado con los que se fueron creando las distintas interpretaciones his- tóricas con respecto al “conflicto Chapelco”. Me detuve particularmente en comprender cómo los mapuches de la región fueron organizando co- lectivamente sus experiencias y recuerdos acerca de las acciones con las que enfrentaron los avances y las consecuencias de la instalación del cen- tro de esquí Chapelco sobre sus territorios.

Entre esos modos, reconocí la importancia que actualmente tiene para ellos y para ellas ese pasado reciente, al punto de estar preocupados de poner “en riesgo” la verdadera historia de esas experiencias y eventos. Hacer memoria desde la subalternidad implica sumar el esfuerzo de evaluar las condiciones de producción de los lenguajes políticos y medir las consecuencias políticas de ciertas lecturas dominantes.

Por lo tanto, hacer memoria desde la subalternidad puede incluir la decisión política de callar. Al considerar que las condiciones de lenguaje no son propicias para compartir sus palabras (lecturas e interpretaciones heredadas como formas mapuches de conocer) respecto al conflicto, los mapuches optaron por limitarse a usar los vocabularios y textos circulan- tes, con sus no eventos y con sus silencios hegemónicos.

La categoría “genocidio del Wajmapu” había demostrado su potencial político al propiciar una asociación política alternativa entre las preocupaciones presentes y ciertos aspectos del pasado (Benjamin, 1991), desde una perspectiva contrahistórica que representaba el ánimo de los narradores de disputar e impugnar a los encuadramientos hegemónicos de la memoria regional (Pollak, 2006). Pero el desarrollo de los acontecimientos volvió a priorizar la opción del silencio. Un silencio que se hace más evidente como acción política porque se decide mantenerlo, incluso, cuando se están ensayando palabras para romperlo.

La decisión de “hacer silencio”, en gran parte, resulta de considerar que aquello en riesgo es la continuidad de los consejos y de las normativas antiguas; es la posibilidad de traicionar, a través del uso de las palabras disponibles, a sus ancestros (Benjamin, 1991), pero, también me animo a ampliar la perspectiva bejaminiana, a ese yo más joven del pasado.

También se traicionan los proyectos políticos del futuro, porque si los transmisores de experiencias sucumben al desprestigio, la apropiación y la manipulación de los escenarios de deslegitimación, los niños y las niñas de hoy en día no podrán aprehender lo que realmente sucedió (Trouillot, 1995).

Comprender el silencio, y los significados que este es capaz de entra- mar, implica entenderlo desde sus presencias no discursivas y no como ausencias de discurso. En este marco, realizar una etnografía de los silencios consiste tanto en recomponer los contextos que impiden hablar, los encuadramientos hegemónicos de la memoria (Pollak, 2006), como en reconstruir los sentidos del pasado y del presente que los grupos en lucha actualizan como silencios-memoria.

El silencio opera, en ocasiones, como una forma particular de ejercer ciudadanía, una que adquiere los matices de esta modalidad de no enunciación. En este sentido, la subjetivación de ciudadanía sería el resultado de una comunidad emocional (Jimeno, 2007) que, en vez de ser restau- rada por medio de la enunciación colectiva de experiencias de dolor, lo sería por la creación de lazos al interior de una comunidad de silencios. En ciertas circunstancias, entonces, el silencio es una propuesta de resistencia a la sujeción.

Desde mi punto de vista, la opción colectiva por el silencio da cuenta de la gran sensibilidad y capacidad de interpretación que los subalternos deben tener de los entornos más amplios donde se mueven política y cotidianamente. Los implícitos en una comunidad de silencios refieren a las evaluaciones e interpretaciones sociales que, en este caso, los mapuches hacen de los lenguajes disponibles para hacer sentido de sus palabras subalternas, y de los encuadramientos hegemónicos que deslindan las experiencias del pasado en recordables u olvidables.

La capacidad para actuar a través de la significación política y cultural que subyace en el silencio —en conjunción con una paciencia entrenada— devino mi principal objeto de reflexión para entender las prácticas políticas de impronta mapuche en la provincia de Neuquén. La producción cultural y política de silencios nos invita a desandar naturalizaciones y a desafiar nuestros entendimientos habituales de la interculturalidad.

Por último, con estas reflexiones, la investigación militante cobró, al menos para mí, nuevos sentidos. Hacer etnografía implicó transitar aquellos paisajes producidos por texturas diversas de silencios. Al dejar de concebir los silencios como ausencias para entenderlos como creaciones culturales y políticas, el compromiso del antropólogo ya no consiste únicamente en develar las verdades ocultas o las historias oprimidas, también reside en comprender las teorías nativas, como las mapuches, acerca de los entornos socioculturales o geografías de poder más amplias donde disputan los sentidos de sus palabras y silencios (Massey, 2005).

En un “campo etnográfico” que se va gestando como sucesión de intercambios “subterráneos” (Popular Memory Group, 1982), los mapuches con quienes conversé van ensayando palabras (lenguajes y vocabularios) para enunciarse cuando el escenario político sea el propicio y no se corra el riesgo de la apropiación manipulada.

En un contexto conflictivo, donde el lenguaje para oponerse a la venta de las tierras de la base del cerro Chapelco y a la edificación en bosque nativo parecía ser tan universal, el hecho de identificar los silencios y entenderlos en su positividad puede ser un valioso recurso metodológico y teórico para no perder de vista la tensión universal-particular, fundante de la antropología.

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Cómo citar este texto

Pell Richards, M. (2018). Silencios y luchas territoriales mapuche como lugares de significación política y cultural. Punto CUNorte, 4(7), 153- 185.


1 Pocas veces se daba cuenta que nos separaba una diferencia generacional. Por eso mismo me he encontrado en situaciones donde mis interlocutores realizan una pausa y reflexionan respecto a esa diferencia etaria, esbozando algún comentario del tipo: “Quizás vos que sos joven… en ese entonces debías estar en plena infancia, seguramente no recordás, te cuento…”.
2 Nieves del Chapelco S. A. es la empresa gerenciadora de Chapelco Ski Resort, el centro de esquí ubicado en San Martin de los Andes en la provincia de Neuquén. Es el gobierno provincial quien hace 10 años otorga la concesión del cerro donde funciona el centro de esquí.
3 Me referiré en este artículo al conflicto desde los hechos que trascendieron a los medios de comunicación para no dar cuenta de las problemáticas e injusticias compartidas conmigo por algunas personas de las comunidades mapuche de la zona, por respeto a su decisión de no hacer públicos sus relatos.
4 La provincia de Neuquén desde sus inicios, hace casi 60 años, es administrada por el mismo partido, el Movimiento Popular Neuquino, quién ha fomentado la fuerte impronta turística en San Martín de los Andes.
5 El lugar de encuentro fue el Concejo Deliberante no porque fuera planteado por concejales la realización de la reunión, sino porque se cedió el espacio para la organización al contar el Concejo con una sala suficientemente amplia para contener a quienes asistieron.
6 Esta es una de las traducciones más cercanas que puedo intentar hacer en este momento y desde la lengua castellana, la cual considero acorde para este trabajo.
7 El concepto communitas hace énfasis en el sentido de comunidad que se unió para expresar el descontento frente al avance sobre los bosques, reuniendo sectores de la sociedad que general- mente se encontraba aislados; por ejemplo, deportistas de montaña, funcionarios políticos, el sector turístico y hotelero, y ambientalistas.
8 Otro caso que adquirió relevancia durante el 2017 fue el intento de que el volcán Lanín sea reconocido como sitio sagrado.
9 Referencia despectiva respecto a la asistencia social provista por el Estado a los sectores más vulnerabilizados, generalmente, en forma de aportes económicos mensuales.
10 El genocidio indígena fue por muchos años un no evento de la historiografía argentina, como es abordado desde la Red de Investigadores en Genocidio Indígena (Lenton, Delrio, Pérez, Papazián, Nagy y Musante, 2011).

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